Comentario
Los niños persas abrían los ojos a la luz brillante de la Parsua, una alta meseta entrecruzada de montes y rodeada por los brazos de los Zagros. Sus tribus, localizadas por los textos asirios del siglo IX en la región de Kermansah, habían llegado hasta allí en una fecha que ignoramos. Pero allí por fin y con su rey Kuras -Ciro I- entraron en la historia.
En aquella gran meseta cruzada por el río Kur, antigua tierra de Ansan, las distintas tribus de Pasargadas, Marapios, Maspios y muchas más, vivían en buena vecindad. Seca y calurosa, en las alturas aún se veían bosques y, más arriba, los pastos de verano. Porque muchos eran pastores. Pero pronto también agricultores y artesanos, bañados todos por la luminosa luz y el azul limpio del cielo de la Parsua. Por fuerza, esa luz radiante y el fuego habían de ser valores venerados.
Aunque las gentes de la Parsua tenían en torno a sí todos los materiales precisos para desarrollar un arte -canteras en los montes, madera, suficientes arcillas y barros para los ladrillos y adobes-, pese a que las viejas pistas -que desde el Irán interior y por la región de los Pasargadas cruzaban el corazón de la Parsua, para subir a la Susiana o el Luristán-, les podían llegar materias lujosas e influencias, y aunque ante sus ojos tenían a la vieja Ansan, todo llevaría a suponer que como dice H. Frankfort, los persas ignoraban el arte monumental, antes de que su rey Ciro II conquistara el trono de Babilonia. Pero si entre las tiendas de los pastores y las columnas de Pasargada no había nada, ¿de dónde vendrían el arte y los artistas persas, puesto que sus obras están ahí?
Dice A. Godard que en Pasargada, el primer conjunto palatino citado en una historia del arte persa, el palacio de Ciro presenta un perfecto cuidado, elegancia y finura, cualidades siempre presentes en el arte persa. Pero que pese a la tentación de atribuírselas desde su origen, lo cierto es que no hay -termina el autor- generación espontánea posible. Tiene que haber habido intentos anteriores, tanteos, experiencias. Por otra parte, suele decirse que la civilización persa es una civilización de síntesis. Pero cuando Ciro construyó su palacio, entre 559 y 550 a. C., aunque en Pasargada trabajaran canteros sardos según ciertas marcas halladas en las piedras, ni Lidia ni la Jonia eran todavía posesión persa. Es decir, todavía Ciro no contaba con los recursos ni los medios que Darío movilizaría en el célebre documento de Susa, traducido por F. Vallat. Pero sí contaba con artesanos experimentados de su propia nación.
R. Ghirshman atribuye a los primeros monarcas persas ciertas terrazas construidas con piedras en parte ciclópeas. Los lugares de Masjid-i Sulaiman y Bard-i Nishandeh guardarían los restos de esas grandes plataformas, dotadas de escalinatas, con fachadas de entrantes y salientes, y sobre las cuales parecen haberse levantado algunos edificios. Según él, deberían remontarse al siglo VII a. C. D. T. Stronach, sin embargo, las baja al siglo V. En cualquier caso, creo que la inspiración hay que buscarla en las grandes plataformas de adobe de los palacios asirios que aquí, por lógica, se hicieron en la abundante piedra del lugar pobremente trabajada y asentada en seco, recogiéndose igualmente la sabiduría de los urartios y su preferencia por la columna y la piedra. Querría pensar pues que el arte persa -como dice R. Ghirshman-, entierra sus raíces primeras en la experiencia asiria y urartia, acaso la segunda especialmente tamizada y mejorada -¿por qué no?-, por los medos. En los primeros edificios debieron irse formando los maestros primeros, los artesanos eficaces por los que A. Godard se pregunta, capaces de aprovechar y dirigir en un conjunto homogéneo y único, afín a la propia idiosincrasia persa, a los artistas y canteros que Darío I dice haber traído de todos los confines de su imperio.
H. Frankfort se asombraba de que los persas, explotando la variedad artística y las tradiciones de los pueblos sometidos, produjeran un arte original y coherente, dotado de una unidad que jamás alcanzaría otra tierra de influencias dispares: Fenicia. Pero yo creo que si bien es cierto que Persia, por ser un imperio inmenso, podía disponer y dispuso de los mejores materiales y artesanos, también lo es que el espíritu estético del artista persa era único, sin precedentes, y que sus proyectos, sus volúmenes y sus métodos se mantuvieron desde el principio al fin. Porque fue él, el maestro de la Parsua, el que dirigió y organizó los grandes proyectos y el que -por qué no decirlo también-, asimiló las influencias y las enseñanzas de los extranjeros, como las del escultor Teléfanos de Focea, que trabajó para Darío y Jerjes. Porque sólo aquél, el maestro persa, podía aprender sin perder la esencia de lo propio, de su espíritu nacional.
El persa, como el medo, amaba los objetos bellamente trabajados. Incluso suntuosos. Las alfombras, las colgaduras, las armas, los arneses iniciaron entonces una gloriosa tradición que aún hoy se mantiene. Pero también bebía en su pasado. El decorativismo les atraía sobremanera. Tanto que en cuanto estuvieron en situación de hacerlo lo pasaron a la arquitectura y el relieve. Y en su arte mayor dejarán la impronta de su carácter. Frente a la vivacidad griega la rectitud, el rigor -que al menos y en principio, también era moral con la dualidad bien y mal, verdad y mentira-, la severidad grandiosa manifestada en la rigidez de sus relieves. Rigidez que no es impericia, sino sentido nacional y estético de la representación honrada.
La situación social de artistas y artesanos no nos es bien conocida, puesto que incluso la sociedad persa nos resulta difícil de percibir, pese a los soberbios estudios de M. A. Dandamaev. Como dice P. Briant, la sociedad que describió Heródoto no era la de los tiempos de Ciro. Y los clanes y las tribus -siempre fuertes-, perdieron importancia con el crecimiento del poder real. ¿Cómo afectó esta evolución a la condición del artesano y el artista? Todavía es pronto para saberlo. Pero eran libres, como libres tenían que ser los artesanos que Darío vinculó a su palacio de Susa -si hay medos entre ellos-, y altamente estimados si merecieron ser recordados -porque eran los mejores de todos los pueblos sin duda- en el ya citado documento del palacio de Susa: los babilonios hicieron adobes y ladrillos, jonios y sardos labraron la piedra, medos y egipcios el oro, además de decorar los muros. Y todos ellos, dirigidos sin duda por maestros persas y trabajando a la vez que muchos otros artesanos de la misma nación, interpretaron el mundo religioso de los iranios.
Algún documento ha guardado memoria de cierto artista. Entre los numerosos textos escritos hallados en Persépolis, que se remontan a la época de Darío I, una carta firmada por Arsama, sátrapa de Egipto, demanda que a su escultor Hanzani y a su familia se le proporcionen provisiones y materiales para realizar una estatua ecuestre. Se diría que el escultor vivía protegido por su señor, que estimaba o deseaba sus obras. Pero no sabemos mucho más.
La religión del Irán medo-persa es mucho más compleja de lo que cabe deducir de algunos manuales. Tampoco sabemos si el mensaje de Zoroastro, difundido originalmente en el Irán del nordeste y en torno al 1000, como piensa R. N. Frye, era asumido por todos los iranios y de qué forma. Cierto que Ahura Mazda -invocado por Darío con fervor-, era el eje de los valores de un pueblo que creía en espíritus malignos y otros dioses como Mithra o Anahita. Pues en el Irán aqueménida se mezclaron tres corrientes: las creencias generales iranias heredadas de los antepasados indo-iranios, el mensaje zoroástrico transferido mezclado con lo anterior y las religiones de los pueblos sometidos de Oriente Próximo. Y ello porque los monarcas aqueménidas -que no parecen zoroástricos-, gustaron de respetar la religión de los demás pueblos. Y si Ciro restaura Babilonia y sus cultos, en Persépolis se darían raciones para que ciertos sacerdotes realizaran ofrendas a Mithra, Humban -dios elamita-, un río y una montaña por ejemplo. La tolerancia no quedó empañada, evidentemente, porque Jerjes arrasara Babilonia y Borsippa. Pero sí acaso, como apunta R. N. Frye, por el mago Gaumata, el usurpador. No obstante, los magos terminarían asociándose con la adoración de Ahura Mazda y, como dice M. Schwartz, llegarían a decir que Zoroastro había sido uno de ellos.
Los servicios de los artistas, sin embargo, no fueron muy requeridos por el mundo religioso. Altares y torres del fuego medo-persas o tumbas excavadas en la roca eran los únicos encargos ligados a las creencias. Pero Ahura Mazda tuvo que ser plasmado en la arquitectura monumental como un disco alado, esto es, con una iconografía prestada. Pues, ¿cómo representar al fuego, brillante y luminoso, material o inmaterial a la vez? Más que en cualquier otra cultura, el artista persa estuvo libre de sometimientos al mundo religioso. Y no podía ser de otro modo, en ese mundo que heredaba, en cierta forma, un mensaje de luz.